Llovía a cántaros. Lo recuerdo. Me había quedado hasta tarde estudiando para los exámenes de la Universidad. Yo, apuntes arrugados y la luz de mi lámpara de mesa. Recuerdo que llamaron a la puerta a la vez que un relámpago serpenteaba tras mi ventana. Era una joven, empapada, desesperada, perdida por la ciudad. Es lógico que la invitara a entrar. Recuerdo que el agua se había calado por toda su ropa... Es lógico que le dejara algunas camisas mías y una toalla. Era tan irresistible con el pelo mojado y temblando de frío. Recuerdo sus ojos amarillos brillar en la oscuridad mientras me abrazaba y gemía bajo mis sábanas. Sólo nos alumbraba la luz de los rayos y las farolas de la calle. Después de aquello, sólo recuerdo haber acariciado su pelo, aún húmedo y, tras ello, un pinchazo. Un pinchazo en el cuello, agudo, helado, escalofriante... No podía moverme. Recuerdo que la puerta de mi apartamento se abrió, y la voz de un chico sonó:
-¿Qué haces? Habíamos quedado hace media hora.
-Tenía hambre, me estás interrumpiendo, tío -la voz de mi chica ya no sonaba tan inocente-. ¡Eh! Vamos, ahora voy.
-Vale, bien, eres un caso perdido.
Yo no veía nada, y cada vez las palabras sonaban más tenues.
-De verdad, eres el primer vampiro que conozco que además de sangre necesita sexo.
Recuerdo que ésas fueron las últimas palabras que oí. Después me morí, desangrado en mi propia cama y desnudo. Mi espíritu clama venganza.
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