(19 de noviembre, 2010, mi habitación, fuera la oscuridad, luz dentro, de sonido sólo el de la calle que se escapa por el resquicio de la ventana y el de la familia en la buhardilla...)
Puedo escribir los versos más tristes esta noche, comienza el poema, pero al fin y al cabo hacer poesía nunca ha sido lo mío, y además: no hay estrellas en el cielo de Móstoles. La noche sin embargo ya ha caído, y caen con ella los recuerdos del pasado.
Me dijo: “Cuando alguien quiere a otra persona, lo demuestra, ¿no ves la diferencia entre tu “Hola, ¿qué tal?” y un “¡Hola, cariño! ¿Qué tal el día?”, entre un “¡Hasta luego, mi vida!” y tu seco “Adiós”. No es tratar a un simple amigo”. Yo me quedé pensativa, le dije: “No. Pero yo te quiero”. Me dijo: “Ya, ya, y yo...”. No sabía qué decir: “Yo soy así, ¿de verdad quieres que cambie?”. Supongo que me hizo cambiar. Ahora sé que él tenía razón. “Por eso empecé con ella, me hace sentir querido, tú no”. Yo sólo podía llorar. Era noviembre, ha pasado un año. Sé que lamentablemente no podré jamás volver a ser así.
Le buscaba, yo siempre le buscaba con la mirada. “Y una mirá de reojo, cuando cree que no le miro, ¿cómo no voy a mirar si arde como el rastrojo en cuanto me descuido?”. Música, mucha música, Accept, The Runaways, Meat Loaf, Van Halen... Eran días oscuros y de lluvia. Me miraba, creo que me miraba, que siempre me buscaba con la mirada. Ahí era feliz. Era invierno, ha pasado ya un año.
Está sonando una canción alegre, alguien llama. La música me llena por dentro y una vibración me recorre el estómago e intenta escapar en forma de chillido. Al reprimirlo, la garganta se resiente. Amarillo, mucho amarillo... Abril siempre es amarillo.
Estaba en el autobús, el cielo nublado a mí me parecía luminoso, lleno de sol. Estaba contenta y escuchaba música. Sentí algo que vibraba, era el móvil: me llamaban. Pero yo no tenía batería, no podía hablar. Me llegó un mensaje: “Me ha dejado”. Un soplo de aire frío me entró por la nariz y conseguí al fin respirar. Definitivamente, hacía un día soleado y fresco. Estaba en el autobús, venía de Madrid, del Instituto Ramiro Maeztu, era seguramente la segunda vez que lo pisaba, asuntos de papeles. Estaba contenta porque me veía ahí en septiembre y algo cambiaría por fin en mi vida. Sentí más aire, mucho aire, y el móvil en mi mano. Era feliz y escuchaba música. Pensé: “Sí, noto que mi vida va a cambiar”. Y tenía razón. Era abril, y abril siempre es amarillo.
Vuelve a sonar esa canción alegre. Abril, abril...
Recuerdo que no había mucha luz, pero la música sonaba alta y mis amigos reían de un lado para otro. Recuerdo que todo estaba vacío y silencioso ya, y Kosta y yo ordenábamos las mesas, según él, siguiendo la proporción áurea, mientras Sheila y mi padre limpiaban la barra. Recuerdo que no había nadie, salvo mi padre, mi hermana, y un corto sofá. Recuerdo haber derramado las últimas lágrimas de mi triste vida y las primeras de una etapa de felicidad. Recuerdo que era abril y cumplía dieciséis años.
Serían las diez de la noche, y cogimos el autobús hacia Móstoles. En la acera, Sheila, yo y dos mochilas. Era raro, una sensación parecida a la que tienes cuando te has levantado a las seis de la mañana para ir a Barajas porque te vas de viaje -normalmente uno no suele irse de viaje-. Llegamos, yo estaba radiante, a la noche sólo le faltaban estrellas. Y al abrir la puerta fue como llegar de nuevo al hogar tras un largo tiempo en el extranjero y tu familia te espera dentro con una alegre sonrisa a la vez que con extrañeza, pues es raro volver a ver a alguien tras mucho tiempo, y todos sabemos que el tiempo hace difusos los recuerdos. Era mayo y aún dormíamos con mantas.
No hay música, y la primavera ya se hace lejana. Creo que uno no se da cuenta de lo que es la soledad si siempre ha tenido a alguien al lado. De todas formas, siempre he pensado que nací para andar sola. Aunque ahora echo de menos a Rodrigo. No le conocía en profundidad, pero sí me conocía a mí misma, y eso era suficiente. Yo salía corriendo del instituto hacia la 524, y allí solía estar él. A veces me había reservado un sitio, a veces no, pero siempre me hacía un gesto y me sentaba con él. Me contaba sus cosas, yo pensaba “Qué chico más raro”; y es verdad, siempre ha sido muy peculiar. Supongo que para mayo ya teníamos cierta confianza. Una mañana -la mayoría de las mañanas también estaba, pero esos recuerdos son más borrosos, mi despertar suele ser una prolongación del sueño- le anuncié: “Me mudo, ya no volveré a coger el bus”. No recuerdo su respuesta, pero sonrió. Ahora, en los viajes desde el Ramiro de Maeztu, me acuerdo de él de vez en cuando, a pesar de que tenga otros en quién pensar. El cambio de gente viene muy bien, la rutina puede resultar deprimente. Y a veces pienso en gente de mi vida anterior, les tengo cariño, pero no necesito a casi nadie par ser feliz; había algunos granos de oro, pero la mayoría eran paja. Aunque creo que ahora echo de menos a Rodrigo.
Me gusta el sonido silencioso de la calle por la noche. De pronto, la luz se ha apagado y me he quedado a oscuras. Ha vuelto, pero me gustaban más las tinieblas. Creó que apagaré la luz. Es como cerrar los ojos y sumergirse en una red de fibras de colores con un fondo negro. Siempre he creído que es la mente.
Las letras se confunden en la oscuridad y no sé muy bien qué escribo. Como en aquellas últimas semanas del invierno, siendo ya 2009 -un año triste, frío y mojado-, con los mensajes del móvil. Yo estaba en la cama tumbada, revuelta entre las sábanas, ocultando mi cara. Lloraba. Supongo que los peores momentos son los de las noches en que necesitas que alguien te abrace y ves que es tarde y estás sola. Una vez llamé a Josemi, me hizo sentirme bien, como siempre -y pensar en cuando alguien por los pasillos del instituto me dijo “Hola, Nuria”, y pensar en mi cara de póker pensando quién era ése, y pensar en todo lo que hemos pasado tras ello, y pensar en lo mucho qué ha hecho, en que es el único que siempre puede sacarme del vacío profundo hacia la luz del sol-. Solía ponerme a escuchar música, o me asomaba a la ventana y veía pasar los gatos por la tranquila calle nocturna. Me encantaba sentir el frío del viento en mi cara mojada, hacía que mis ojos me escocieran y rebosaran lágrimas calientes.
Es difícil odiar a alguien, especialmente a alguien a quien supuestamente amaste. Cuando yo digo algo lo digo de sentimiento, pero va a ser que al final es cierto que todos cambiamos y que ciertamente le odio. La estupidez humana puede resultar cómica hasta un cierto punto, pero la barrera está ahí, infranqueable, y su estulticia, desgraciadamente, se halló siempre al otro lado. All in all you're just another brick in the wall [al fin y al cabo sólo eres otro ladrillo en el muro].
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